La carupotro y Rere

El tumiñico y el color de los pájaros

La protección del pehuén

 


La carupotro y Rere

Ya la nieve empezaba a derretirse. Los pájaros festejaban jubilosos la llegada de los dìas tibios. Se confundian, alegres, los cantos del "huilque", de la "loica" y de la "tenca".oces que sus pichones acababan de nacer.

La Rere, loca de contento, anunciaba a grandes v

Todos andaban reboteando, felices, por tanta maravilla, cuando la Rere escuchó un llanto muy triste.

¿Cómo era posible que alguien se lamentara ante tanta belleza y alegría?

Sin embargo, quien así lo hacía, tenía sus motivos.

Era la Ñuque (madre) Carupotro. Para ella no había llegado la primavera. Sus pichones no habían nacido ni podrían nacer ya, porque los huevecitos se habían helado en el nido.

- ¡Pero cómo puede ser!, ¿ Qué le ha ocurrido vecina? -preguntaba asombrada la Rere, a quien nunca la había pasado tal cosa.

- Un error de cálculo, vecina -decía llorisqueando la Ñuque, un error... Me adelante a poner ¿ de apurona no más!

- ¡No puede ser!, ¡No puede ser! -Repetia la Rere.

- Le digo que si. Me engañaron unos días templados que hubo... Yo creí que ya era tiempo, puse los huevos; pero volvieron las heladas y las nieves; y ya ve: ¡Se enfriaron los pobrecitos!

Ya la Ñuque renovaba los lamentos y el llanto.

- Bueno, no se ponga así, vecina. Tal vez el próximo año.

- ¡Es que siempre me equivoco!

Si; en verdad, era para lamentarlo. La Rere también estaba apenada y pensaba, buscando una solución para su amiga.

¡ Si al menos su compañero, el Chau Carapotro, ayudara a la pobre!

Si se quedara en el nido, mantenieno el calor, mientras la Ñuque salia en busca de alimentos...¡Pero que se iba a poder contar con él, si apenas se sentía que el aire se templaba un poco, ya salía a andar por ahy, sin preocuparse de nada!

¡Como para que la Ñuque nu estubiera afligida!

Pero como para nadie todo ha de ser penas, a la rere se le ocurrió una idea. Algo que a la misma Ñuque se le ocurrió pensar: Le regaló una frazada. Una frazada marabillosa para que tapara los huevecitos y así nunca más se le enfriaran.

¡Y al fin pudo ver nacer a sus pichones! eran tan lindos como la primavera.

Era otra vez el tiempo de los días tibios y tal el contento de la carapotro, que enloquecía cantando.

Con la frazadita puesta, segura de que sus hijos nacerian, ya nunca más estuvo triste.

Desde entonses le llaman "pajaro anunciador de la primavera".

Desde entonces también creció la amistad entre las vecinas, pues la Ñuque, en agradecimiento, cuida y vigila los nidos de las dos, mientras que la Rere pica horadando los troncos de los árboles.


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El tumiñico y el color de los pájaros 

Por el campo, por la selva y por los valles se fue corriendo la voz:

-Mañana será la gran

Mañana... Mañana.

De árbol en árbol. De en nido. Cada uno y todos mit¡endo la noticia.

Es que todos ellos iban a reunirse para tratar un asunto muy importante.

asamblea.

Nadie debe faltar.. rama en rama De nido los pájaros fueron tras-

El asunto empezó cuando al tumiñico (picaflor) se e ocurrió decir, mirando sus plumitas:

-¡Oué lindo sería tener las plumas del color de las flores!.

Porque, cuando esto ocurrió, hace mucho. pero mucho. muchís¡mo t¡empo, no se sabe tuánto porque aún no había un solo hombre; como digo, cuando esto ocurrió, todos los pájaros tenían el mismo color: el color de la tierra.

¡Pero las flores! ¡Qué colores lucían! - . - Los más vivos y relucientes: rojo, amar¡llo, azul. . . ~as había tan variadas y bonitas. de tan brillante colorido, que los pájaros vivían enamorados de ellas.

 

Por eso> cuando el tumiñico dijo: "¡Qué lindo si yo tuviera las plumitas del color de las tJores!'~, todos los demás pájaros empezaron a pensar y pensar:

-Si yo fuera rojo.

-Sí yo fuera azul.

-Si yo fuera amarillo.. *

-Yo quisiera ser de todos los

-Yo rojo y azul y amanlio.

-Yo verde.

-Yo. Yo. Yo.

-Verde. Rojo. Amarillo..

-Rojo...

-Azul.

-Amarillo.

-¡Qué I¡ndo Sena'..

-¡Qué ¡indo serra!.

Y ya todo fue tal lo de voces, que no se entendía nada.

Hasta que la lechuza dijo tres veces:

-¡Ch¡st! ¡Chist! ¡Chist!

y todo el mundo se calló.

-Haremos una asamblea -dijo guiñando un ojo~ y en ella resolveremos qué hay que hacer. Mañana todos aquí -continuó, guiñando el otro ojo.

Al día siguiente todos los pájaros llegaron al bosque.

~a calandria, el hornero, la cachila. el churrinche y el jilguero.

El pirincho, la tacuarita, el zorzal y la monjita.

El cardenal, la urraca y el crespín.

Y el pájaro carpintero. y el ruiseñor y el mirlo y el tordo.

Y muchos, muchísimos más.

Todos estaban allí. No faltaba ninguno.

Aquello era una algarabía tan grande que no se entendía nada.

¿Cómo harían para dar color a sus plumas? ¿Dónde se conseguían los colores? ¿Adónde ir a buscarlos?

Unos decían una cosa, otros dec¡an otra.

 

Cuando todos dieron su Op¡fliÓfl la lechuza dijo tres veces:

-¡Chist! Chist! ¡Ch¡st!

Y todos se quedaron callados.

-Hemos resuelto que lo mejor será hacer un viaje al cielo y rogarle al dios lnt¡ (el Sol) la gracia de que pinte nuestras plumas como pintó las flores

-dijo guiñando los dos ojos a la vez.

Todos aprobaron muy contentos la decisión. Eso serra lo mejor. Cómo no lo pensaron antes!

Y llenos de entusiasmo. soñando ya con ¡OS hermosos colores que lucirían, comenzaron a prepararse para el vaje.

Sería muy difícil Y muy largo. Y muy penoso. - ¡Está tan tejos el cielo!

Pero no importaba. Estaba dec¡dido.

Muy de mañana se marcharon todos. Bueno, todos no. Algunos quedaron porque el color de la tierra es también muy bonito y a ellos les gustaba.

El tumiñico también se quedó. porque es muy pequeñito, y no podía volar tan alto.

-No importa -dijo-: vayan ustedes. Yo me quedaré jugando con las flores para que no se alem tan tan tristes mientras dure el viaje.

Y así empezaron a volar, a volar, cada vez más alto, más alto, hasta dolerles las alas.

Pero seguían, seguían sin parar.

Fue entonces cuando el dios lnti, asomando entre una nube los vio. Los veía como una gran mancha oscura, subiendo, subiendo en su afán de llegar a él.

Compadecido, pensó:

-¡Pobres avecitas'. El deseo es justo y muy hermoso. Pero no podrán llegar nunca a mí. Notendrán tuerzas y mi calor les matará.

Entonces la diosa Mame-Quilla (la Luna) le di]o:

-¿Por qué no los ayudas, poderoso lnti?

-Lo haré. Respondió el Sol.

 

1

Reunió algunas nubés y les dio la orden de llover.

Empezó la lluvia. Los pájaros, asustados, se ja-mentaban de su malB suerte.

 

-Y ahora. ¿qué haremos?

-iEstamos tan cansados!...

-iLa tierra está muy abajo ya!

-v el cielo está muy arriba aún.

Pero ¡nti1 en ese momento dio orden de que ce-sara la lluvia, y, abriendo un huequito entre las nubes. envió unos cuantos de sus rayos.

Y, ¡oh. prodigio!, lo que vieron los pajaros fue algo tan pero tan hermoso, que no lo podian creer.

Un gran arco atravesaba el cielo.

Un arco de stete colores que empezaba aqul, recorría el cielo en una curva perfecta y terminaba allí, del otro lado.

¡Maravilla! ¡Maravilla!

Sí. Aquello era más hermoso que el color de todas las flores. ¡Aquello era todo el color del cielo!

Los pájaros estaban enloquecidos de alegria. ~ volaban y revolaban zambulléndose en los colores del arco tris como en un baño múgico! Unos se metían en el azul, otros en el rojo. otros en el aman lío. Algunos pas~ban de? rojo al azul otros del amar~llo al naranja; otros de? verde al violeta. Hubo uno que, entusiasmado, atravesó todos los colores. Por eso ahora se llama "siete colores".

Otros met¡an el cuerpo en un co¡or y el copete en otro. Y otros se salpicaban una p¡umita aquí, otra allá y otra más allá.

Nunca se vio nada iguat. Mientras tanto, mt sonreía, sonreía.

Cuando regresaron la algarabia fue general.

Cantaron y bailaron en honor al dios lnti y a la diosa Mama-Ouilia.

Todos testejaron; hasta el hornero, y la tacuarita y el pirincho y todos los pá¡aros que quedaron del color de la tierra.

¿Y el tumiñico?

El tumiflico también. Porque las flores, agradecidas de su compañia, te regalaron cada una un poquito de color Por eso tiene el traje mas bonito de todas las aves. Pero como es tan chiquito y movedizo, apenas si nos damos cuenta.

Como decia, siete días estuvieron de fiesta, hasta que la lechuza dijo tres veces'.

-1Chist! ¡Chist! 1Chist!    y, guiñando un ojo   primero y luego el otro, agregó:

-Ya es hora de ir a dormir.


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La protección del pehuén

   Más allá de la pampa, en los valles y bosques del noroeste de la Patagonia, vivían hace tantísimos años los pehuenches. Cerca de los ríos de invierno, al pie de las montañas en primavera, armaban sus toldos en los valles cordilleranos rodeados de bosques de pehuén. Porque, aunque itinerantes, esa era su verdadera casa. Los pehuenes eran su sombra y su abrigo, y los piñones su alimento.-

    Como siempre al final del otoño, las mujeres y los chicos pehuenches estaban dedicados a preparar la bienvenida a los hombres, que se habían alejado durante semanas. Semanas hechas de días empleados en cazar huemules y guanacos, mientras que las mujeres se quedaban en la toldería cuidar a los hijos y las pertenencias.

    Como todas, la mujer de Kalfu-kir espera a su hombre. Su hijo mayor, Koná, ha juntado por última vez -en la próxima salida acompañará a su padre- cestos de piñones, juntos los han pelado para quitarles la semilla, que ella ha molido y amasado con sal para hacer tortillas. Ha traído agua del torrente y ha preparpado el chafid para el reencuentro. Y ha enebrado un collar nuevo que mantiene reservado para la ocasión.

    Pero Kalfu-kir tarda. Pasan  los días y su mujer manda a preguntar a las otras si los hombres ya están de vuelta. El único que falta es Kalfu-kir. Sus compañeros lo vieron por última vez en los pinares altos y le han perdido el rastro.

    Kalfu-kir se demora, pero el invierno no.La mujer se pasea envuelta en su manto de guanaco. Se pregunta qué puede retenerlo lejos de su ruca y cualquier respuesta la atormenta. Para darse una tregua se imagina que lo ve llevar, que viene a su encuentro cruzando el valle, cargado con las armas y los cueros. De día interrumpe el trabajo para recorrer con la mirada las laderas, de noche se acuesta y aguza el oído: lo que más quiere en el mundo es oír filtrarse las pisadas de Kalfu-kir entre los sonidos que arrastra el viento cordillerano.

    Con la primera nevada la mujer toma una decisión. Llama a Koná, que es casi un muchacho, y le pide que salga a buscar a su padre por las montañas. Elige una cesta-una cesta tan bien tejida por los chiquillames que sirve para cargar agua- y la llena con tortillas de pehuén, piñones y una manta.

    Con la cesta en la mano y sus armas en la otra se va Koná, que se había imaginado muy distintas las circunstancias de su partida. Así deja los toldos y llega hasta el final del valle. Antes de tomar la cuesta se detiene para mirar una vez más el humo familiar y, ahora sí entra en el bosque.

    Hacía sólo unas horas que caminaba, atravesando una zona de coihues, cuando en medio de un claro vio un gran pehuén. Se detuvo a la sombra del árbol sagrado y, sientiéndose tan solo, rogó que no le faltara el valor para seguir adelante.Antes de retomar el camino dejó sus zapatos, como ofrenda, colgados de una de las ramas bajas del pehuén.-

    Al día siguiente, el joven indio se encontró con un grupo de indios desconocidos, a quienes les contó su historia y les preguntó si habían visto a su padre. Esto indios se mostraron amistosos al principio, pero aprovecharon la confianza creada para robarle las armas y la cesta al muchacho pehuenche. Le amarraron los tobillos, le ataron las manos en la espalda y lo dejaron solo, indefenso y sin abrigo en medio del bosque.-

    Koná había escuchado tantas historias de la montaña... Las había oído en boca de las mujeres, cuando hablaban entre ellas mientras trabajaban, o se las había contado su padre, cuando, de vuelta de sus viajes, le enseñaba a armar las flechas y le dejaba acomodarlas en los carcajes. Sabía de la nueve que cae silenciosa y va disfrazando las señas del camino, del frío que adormece si uno se queda quieto y del sorpresivo ataque del nahuel, el puma de la Patagonia. Y supo que el miedo que había sentido cuando las escuchaba era un miedo de niño, un miedo que se dejaba acorralar enseguida por el brillo de la fogata, el roce con el cuerpo de su madre y la mirada tranquila de su padre. Pero el miedo de ahora era otro miedo, tan enorme, tan deseperado como el que sólo puede sentirse en soledad.

    Mientras tanto la madre, que había presentido la desgracia, salió a buscar a su muchacho. Caminó y caminó a través del bosque, a veces llamándolo, a veces llorando, a veces con una roca dura en el corazón. Encontró primero los restos de Kalfu-kir, con una herida en el costado y el rostro querido sucio de sangre y de tierra. La mujer se arrodilló y comenzó a tocarlo, pero su cuerpo estaba tan rígido y tan frío que comprendió que ya no encontraría allí a Kalfu-kir. Con su cuchillito de piedra se cortó dos mechones del largo pelo negro, los colocó sobre el pecho del muerto y siguió adelante, al tiempo que empezaba la nevada.-

    Koná había pasado la noche encogido de miedo, de hambre, de sed y de frío. Con la luz de la mañana recobró algo de confianza, pero al ver los copos, al sentir el contacto  helado de la nieve y la humedad del suelo, se sintió tan aterrado de morir que todas las fuerzas que le quedaban se anudaron en un grito deseperado

¡ "Ñiuque! ¡Ñiuqueeeeeee! ¡Ñiuque! ¡Ñiuqueeeeeee! que quiere decir "mamá". Y cerró los ojos. Los abrió de nuevo cuando sintió que la nieve ya no caía sobre su cuerpo, que el viento se había calmado. Era el pehuén, el pehuén que se había sacudido hasta desenterrar sus raíces, que había caminado hasta él para no dejar su grito sin respuesta, el pehuén que había extendido sus ramas sobre Koná para protegerlo, que le brindaba el toldo más verde, más fragante y más milagroso.

    Poco tiempo después llegó la madre, que encontró el refugio cuando distinguió entre las ramas los zapatos de Koná. Llorando abrazó al muchacho. Lo desató y lo reanimó soplando su aliento en la cara rígida y los dedos agarrotados de Koná. Después agradeció al pehuén como de madre a madre, y colgó sus zapatos al lado de los de su hijo.-

    Juntos comenzaron a bajar, buscando el valle, dejando sobre la nieve recién caída la huella de sus pies descalzos. Detrás de ellos venía el pehuén, que sólo se detuvo al ralear el bosque, cuando su protección dejó de ser necesaria. Y desde ese día el lugar se llama Ñiuque, nombre que derivó en Neuquén, donde los pehuenes siguen creciendo y ofreciendo a quienquiera sus regalos.-

 


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