La Umita

La ciudad del Esteco

El viento Zonda

El quirquincho

Coquena

 


La Umita

Esta historia es conocida mayormente en el noroeste argentino, con menos influencia en el norte de Jujuy. Entre varias versiones (Colombres, Coluccio, etc.), transcribiré la de Paleari, que en cierto modo comprende a las otras...
Se cree que el nombre de Umita es un diminutivo castellanizado del vocablo quichua UMA que significa cabeza y, efectivamente, la leyenda se refiere a una cabeza de hombre (algunos obvian el sexo) con abundante y larga cabellera, ojos desorbitados, y tremenda dentadura que flota en el aire por las noches, gimiendo, llorando y provocando el terror entre quienes tienen la triste suerte de encontrarla.
Es un "alma en pena", sin duda, que paga sus culpas con el errabundo y eterno vagar por los caminos solitarios. Nadie sabe por qué fue condenada al Purgatorio, ni por qué se empeña en provocar el susto. Alguna vez un paisano valeroso la enfrentó y lucharon toda la noche, hasta el alba. Ganó y la Umita se transformó en toro o en ternero. Previamente narró su culpa al vencedor pero éste, a sus vez, no pudo contarle a nadie, pues como precio a su hazaña perdió el habla para siempre.


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La ciudad del esteco

La ciudad de Esteco era, según la leyenda, la más rica y poderosa de las ciudades del norte argentino. Se levantaba en medio de un fértil y hermoso paisaje de la provincia de Salta. Sus magníficos edificios resplandecían revestidos de oro y plata.
Los habitantes de Esteco estaban orgullosos de su ciudad y de la riqueza que habían acumulado. Usaban un lujo desmedido y en todo revelaban ostentación y derroche. Eran soberbios y petulantes. Si se les caía un objeto cualquiera, aunque fuese un pañuelo o un sombrero, y aun dinero, no se inclinaban siquiera para mirarlos, mucho menos para levantarlos. Sólo vivían para la vanidad, la holganza y el placer. Eran, además, mezquinos e insolentes con los pobres, y despiadados con los esclavos.
Un día un viejo misionero entró en la ciudad para redimirla. Pidió limosna de puerta en puerta y nadie lo socorrió. Sólo una mujer muy pobre que vivía en las afueras de la ciudad con un hijo pequeño, mató la única gallinita que tenía para dar de comer al peregrino.
El misionero predicó desde el púlpito la necesidad de volver a las costumbres sencillas y puras, de practicar la caridad, de ser humildes y generosos, y todo el mundo hizo burlas de tales pretensiones. Predijo, entonces, que si la población no daba pruebas de enmienda, la ciudad sería destruida por un terremoto. La mofa fue general y la palabra terremoto se mezcló a los chistes más atrevidos. Pedían, por ej., en las tiendas, cintas de color terremoto.
El misionero se presento en la casa de la mujer pobre y le ordenó que en la madrugada de ese día saliera de la ciudad con su hijito en brazos. Le anunció que la ciudad se perdería, que ella sería salvada por su caridad, pero que debía acatar una condición: no volver la cabeza para mirar hacia atrás aunque le pareciera que se perdía el mundo; si no lograba dominarse, también le alcanzaría un castigo.
La mujer obedeció al misionero. A la madrugada salio con su hijito en brazos. Un trueno ensordecedor anunció la catástrofe. La tierra se estremeció en un pavoroso terremoto, se abrieron grietas inmensas y lenguas de fuego brotaban por todas partes. La ciudad y sus gentes se hundieron en esos abismos ardientes. La mujer caritativa marchó un rato oyendo a sus espaldas el fragor del terremoto y los lamentos de las gentes, pero no pudo más y volvió la cabeza, aterrada y curiosa. En el acto se transformó en una mole de piedra que conserva la forma de una mujer que lleva un niño en brazos. Los campesinos la ven a distancia, y la reconocen; dicen que cada año da un paso hacia la ciudad de Salta.
De: Cuentos y leyendas populares de la Argentina. Selección e Berta E. Vidal de Battini. Bs.As., Consejo Nacional de Educación, 1960.


Vagos indicios recuerdan, en el campo asolado, el asiento de la opulenta ciudad de Esteco tragada por la tierra en castigo de sus soberbios habitantes.
La primitiva ciudad de Esteco estuvo situada en la margen izquierda del río Pasaje, ocho leguas al sur de El Quebrachal, en el departamento de Anta, Salta. Cuando Alonso de Rivera en 1609 fundó la ciudad de Talavera de Madrid, los antiguos pobladores de Esteco - que en parte vivían en la población próxima que la reemplazó, Nueva Madrid de las Juntas - vinieron a ella y comenzaron a llamarla la Esteco Nueva, nombre que se impuso sobre el oficial. Pronto se enriqueció por ser un centro de intenso comercio. Según el famoso padre Bárzana. El P. Techo dice que fue destruída por un gran terremoto en 1692. Sobrevive su nombre en un topónimo, la Estación de Esteco, en la comarca en que existió la ciudad antigua.
La leyenda popular mantiene vivo, al cabo de siglos, el recuerdo de la ciudad de Esteco, una, entre otras, de las ciudades fundadas por los españoles que por causas diversas desaparecieron en la época de la colonización.
Probablemente fue destruída por los indios y sus habitantes buscaron un nuevo emplazamiento: Esteco la Nueva, a la que según Juan Alfonso Carrizo, en su "Cancionero de Salta", se refiere la leyenda, ya que tuvo un rápido enriquecimiento, y algunas crónicas y tradiciones mencionan la posibilidad de fuertes movimientos sísmicos en el lugar, Ricardo Molinari y Manuel Castilla han dedicado sendas elegías a la ciudad de Esteco. La copla admonitoria recuerda a los que perseveran en el mal: "No sigas ese camino / no seas orgulloso y terco / no te vayas a perder / como la ciudad de Esteco."


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El viento Zonda

Gilanco era un indio fuerte. El mas fuerte y ágil de su tribu. Arriesgado y ágil para la caza como ninguno.

Sus vigorosas piernas trepaban los cerros y su torso desnudo brillaba como cobre bruñido al sol.

Sabia saltar, sigiloso como el puma, para atrapar la presa; esconderse en los montes y disparar las flechas sin fallar jamás.

Si: Gilanco reunía los mejores atributos físicos de su raza. los dioses habían sido muy generosos con él.

Todos se admiraban y le seguían en sus correrías porque era el mejor de todos los cazadores, y eso le daba la autoridad de un verdadero cacique, aunque en realidad no lo fuese.

Cuando Gilanco quería distraerse, trepaba las montañas, llegaba a las mas altas cumbres, recorría los desfiladeros y no había un solo animal que se salvara a su paso, ¡ni siquiera las crías, que todos los indios respetaban! Las alpacas, las vicuñas, las aves, los pumas; todos huían cuando lo divisaban, pues sabían que no tenia piedad.

Corría tras los animales como el viento tras las hojas secas. Y, como el viento, arrasaba con todo a su paso.

Eso disgustaba mucho a Yastay, sobre todo porque Gilanco mataba y casaba, no por nesesidad, sino por el gusto de divertirse.

Un día, después de exterminar a una familia entera de guanacos, se acostó a dormir la siesta debajo de un algarrobo. Ya estaba en el primer sueño cuando su fino oído escuchó un leve rumor de pasos.

-¿Quién anda ahí? -gritó irritado  -¿Quién interrumpe mi siesta?

Nadie contestó. De pronto sintió un ruido seco y brusco.

-¡Yastay!... sólo él se anuncia de esa manera.

Gilanco, el soberbio gilanco; el valiente y cruel Gilanco que mata sin miedo y sin piedad, se estremece

Yastay está frente a él. En el rostro del dios, hondos surcos indican que está muy pero muy enojado. Lo mira fijamente y su mirada es dura y directa: como las flechas de Gilanco.

y, por primera vez en su vida, tiene miedo.

Quiere huir, pero no puede.

Quiere gritar y su lengua se paraliza.

Tiembla, de la misma manera que tiemblan los indefensos animales cuando él se acerca.

Sabe que yatay es implacable cuando castiga.

Entonces el dios habla:

"Escucha Gilanco: he de hablarte una sola vez.

Pachamama no aprueba lo que haces. Pachamama está muy dolida y enojada. ¡Deja a "mis aves" en paz o recibirás un gran castigo! Utiliza tu destreza y habilidad para el bien de tu tribu. Yastay ha hablado".

Y así diciendo, desapareció.

Gilanco se asustó un poco porque sabía que Pachamama era de temer cuando castigaba. Pero poco le duro el susto. Pronto volvió a las andadas y con mas crueldad que nunca perseguía y mataba a los animales. No había pasado mucho tiempo cuando la misma Pachamama se le apareció. La flecha que acababa de disparar quedo suspendida en el aire, y una voz de trueno hizo temblar toda la montaña.

Miro para todos lados:

- ¿Donde estas?, ¿Donde estas? - Preguntaba desesperado.

no podía verla porque enormes nubarrones de polvo arenoso empezaron a surgir pronto como brotados del mismo fondo de la tierra.

solo escucho su voz:

¡Guillando! Tuviste tu oportunidad. Has sido muy cruel. quienes sigan tus pasos recibirán el mismo castigo."

La polvareda empezó a girar y girar en un remolino asfixiante.

los compañeros de Gilano se escondieron aterrados, pero Gilano quedo encerrado en el remolino.

- ¡Gilanco! ¡Gilanco!

Gilanco ya no estaba. A lo lejos se oía su voz como un silbido largo y quejumbroso, atravesando distancias, haciendo temblar los ranchos. Había nacido el viento Zonda.


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El quirquincho

    Cuentan que el quirquincho, antes de ser el animalito tal cual es, era un indio telero. Nadie sabe cuánto hace de estoy pero debe der mucho. Era tejedor, sí, pero casi nunca tejía, porque, además, era tremendamente perezoso.

    Preparaba el telar lentamente y con desgano, colocaba los hilos de lana y empezaba... Pero al ratito dejaba el trabajo: "Mañana sigo", decía. Pasaban los días y entonces se acordaba de seguir el trabajo. Se sentaba frente al telar pasaba un hilo entre los hilos de la urdimbre y se ponía a descansar. Al rato pasaba otro hilo y... se quedaba adormilado. Y así siempre: vaya tejedor.

    Una pasada, diez descansadas. Una pasada, diez descansadas.

    -¡Lástima!, prolijo es..., pero tan haragán- decía la gente del lugar.

    Llegó el invierno, los primeros vientos y heladas anunciaban que iba a ser muy frío. Todos se preparaban para protegerse y fue entonces cuando el protagonista de esta historia se dio cuenta que no tenía abrigo para ponerse.

    -¡Chui!¡Chui! y yo sin poncho...-dijo-. Y bueno...voy a tener que tejerme uno...¡qué le vamos a hacer!

    Eso significaba que tendría que estar varios días frente al telar, teje que te teje, y ya de sólo pensarlo empezaba  a sentirse cansado. Pero armó la urdimbre, preparó lo lizos y el peine, eligió la lana, y empezó la tarea.

    Al principio todo iba bien, muy bien: una pasada, otra pasada, apretar los hilos, una pasada, otra pasada, otra y otra más.

    Cuando había hecho ya una franja se puso a contemplarlo.¡Qué lindo iba eso! La trama había quedado parejita, apretada. Era en realidad un tejido tan perfecto que él mismo se asombraba de verlo. Entonces pensó descansar un ratito y se quedó dormido. Al poco tiempo despertó,¡qué frío hacía!

    -Y bueno... no habrá más remedio que seguir tejiendo... Una pasada, una más y otra más... No había alcanzado a hacer otra franja cuando seguro, ya estaba cansado. Pero el frío era cada vez más intenso, así que no había tiempo para descansar.

    -Tengo que terminarlo,¡o de frío me congelo. Teje que te teje, teje que te teje, te...te...que...te....te...te...Con gran desaliento miró todo lo que le faltaba por hacer.

    -No termino más ¡y hace frío!

    Así fue que decidió continuar, pero como quería terminar pronto empezó  a hacer la trama del tejido muy floja. De esta manera le rendía más el trabajo. Una pasada, una descansada, una pasada, una descansada...¡Y todavía le faltaban muchas franjas para terminar el pocho! Entonces tomó hilos mucho más gruesos que los que estaba utilizando y menos retorcidos y siguió con su tarea. Claro que de esa manera la trama resultaba cada vez más abierta.

    -Si sigo así no me va abrigar nada-se dijo. y haciendo un gran esfuerzo de voluntad continuó el tejido cada vez más y más apretado hasta terminar el poncho con franjas parejitas y con la misma prolijidad con que comenzó. ¡Y al fin terminó y se puso el poncho que tanto trabajo le había dado!

    Todo el tiempo que se pasó haciendo el poncho estuvo el dios de esas regiones observándolo. Y desde arriba movía la cabeza, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.

    -Malo, malo...-pensó- no tiene condiciones para ser hombre. Con tan poca voluntad para el trabajo, el pobre se va a morir de hambre. Lo voy a transformar en animalito,así podrá arreglárselas mejor.

    Y dicho y hecho: lo convirtió en quirquincho.

    Su poncho se hizo caparazón que tiene en los extremos las placas apretaditas y en el centro grandes y separadas. como la trama del tejido de su famoso poncho.


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Coquena

    Es el dios bueno que protege a las vicuñas, los guanacos y todos los animalitos de la montaña. Le queda grande el sombrero y como es tan pequeñito la camiseta de lana le arrastra.

    Por las noches arrea su rebaño de llamas cargadas de oro y de plata y se roba los guanacos cuando sus dueños los cargan demasiado. Tiene una mano de lana, liviana y suave, para acariciar, y otra mano de plomo, dura, muy dura, para castigar. Por eso Coquena puede ser muy generoso o terrible...por eso todos temen y respetan a Coquena...

    ¿Será cierto que anda por los cerros, silbando apoyado en un largo bastón? ¿Será cierto que guía a las cabras, a las llamas, a todos los animales que pierden el rumbo? ¿será cierto que acarrea plata al Perú para que allí nunca se acabe?. ¿Será cierto que esconde entre las rocas bolsas con monedas de oro y plata?

    Cuentan que el Chango, un pastorcito indio, muy joven, que vivió en los valles de la hoy provincia de Salta, hace muchos años, muchísimos años, vio una vez a Coquena.

    El Chango era pastor de cabras, como eran tan pocas, apenas cinco, él llamaba "mi majadita". Pero las cuidaba como si fueran muchísimas y siempre andaba buscándoles los mejores pastos y los arroyos de agua clara. Los otros pastores de la zona, viendo cuánto cuidado tenía por ellas, sabían burlarse de él, por gusto de divertirse nomás...

    -Cuidado con la majada,Chango!

    -No vas a equivocarte al contarlas!

    -¿Estás seguro de que están todas, Chango? Pero él siempre contestaba riendo:

    -¡Cinco son más que una y una es más que ninguna!

    Un día los pastores que tenían majadas grandes , le dijeron:

    -¿Por qué no vas del otro lado del cerro grande? Hay un río..y pastos tiernitos...tiernitos.

    -¡Y a montones!

    -¡Como para que coman todas tus cabras!

    -¿Y ustedes porque no van? -preguntó el Chango.

    -Y...no no...es que es muy lejos- dijo uno.

    -Y el camino muy trabajoso...-dijo otro.

    -Yo voy a ir-dijo el Chango muy contento

    -¿Por cinco cabras?

    -¡Estás loco!

    -Sí voy a ir!. Aquí el pasto es muy duro y las pobres se están poniendo flacas. Y se fue el Chango, cantando bajito, con sus cabras, en busca de pasto tierno.

    Las cuestas eran cada vez más empinadas, las rocas daca vez más duras. Y después de mucho andar por senderos desolados y peligrosos desfiladeros, llegó, al fin, al valle.

         El Chango quedó maravillado. Aquello era más hermoso de lo que nunca pudo imaginar. Pero...¿Cómo es que nadie lo había visto antes?

    -¡Vaya que había sido grande!-exclamó- ¡Y qué verde! Pero si aquí pueden pastar muchísimas cabras...¡tengo que cedirles a los otros que vengan!

    Las cabras brincaban locas de contento y comieron hasta hartarse. En tanto, Chango, sentado en el suelo, las miraba y pensaba:

    -¡Qué lindas son! Cuando la Negrita tanga un cabrito van a ser seis, y seis cabras son más que cinco...y después, a lo mejor Manchada también tiene uno y entonces van a ser siete y siete cabras son más que seis...y después... Así pensaba cuando se dio cuenta que ya estaba por anochecer...

    -Bueno golosas, ya es hora de volver a las casas.¡Vamos! ¡Vamos!

    Apenas habían empezado a andar cuando negros nubarrones cubrieron el cielo y todo se oscureció. Primero fueron unas gotas y después se desató una terrible tormenta. El viento era tan fuerte que tenía que aferrarse a las rocas para no caer. La lluvia caía a torrentes y, para colmo, un trueno espantó a las cabras que echaron a correr para todos lados. EL Chango empezó a llamarlas a gritos, pero estaban muy asustadas y cada vez se alejaban más. Trabajosamente, una a una, las fue reuniendo y las llevó a un refugio entre las rocas, para esperar que pasara la tormenta. Cuando las contó se dio cuenta que faltaba una:-¡La Negrita!-gritó- Y salió a buscarla, desesperado, pensando que acaso se había caído por la pendiente. Tal vez se habría lastimado...-¡Negrita!- ¡Negrita! Desde lo alto del desfiladero, vio allá, en el valle verde, un gran rebaño de llamas.¡Nunca había visto tantas juntas!

    Las llamas seguían su camino y subía, y subían, ordenaditas y seguras, como si alguien  las guiara. Pero...¡no vio ningún pastor con ellas!.

    -Es Coquena-pensó, es el dios enanito que las lleva. Sólo él puede hacerse invisible.

    -¡Coquena!¡ Coquena.!-ayudame, por favor. Y empezó a correr y gritar tras el rebaño.

    ¡Coque! ¡Coquena! Pero las llamas habían desaparecido tras el desfiladero y solo se veía el valle ya casi oscurecido, iluminándose de tanto en tanto a la luz de los relámpagos.

    De pronto vio un bulto, tirado sobre las piedras, pensó que era su cabra, el rostro se le llenó de alegría. Pero cuando se agachó se dio cuenta que no era  la Negrita sino una llama.

   Se acercó para tomarla en sus brazos alzándola y hablándole con mucha ternura le decía que la llevaría con sus cabritas para que la abriguen. pero cuando se agacha para hacerlo en vez de la llamita se le apareció ¡el mismísimo Coquena! El Chango se quedó mudo de emoción.Tieso...con los brazos extendidos.

Entonces habló Coquena:

    -Eres bueno, changuito, muy bueno. Pide lo que deseas.¿Quieres oro? ¿Quieres plata? ¿Quieres una majada grande que cubra todo el valle?

    -Gracias Coquena. no quiero nada de eso simplemente que me ayudes a encontrar a mi cabrita perdida..

    Al dios enanito le brillaron los ojos de alegría y señalando con su mano liviana hacia el norte le dijo:

    -Sigue hasta donde el desfiladero termina, dobla a la izquierda y hallarás una cueva. Todo lo que esté junto a tu cabra, es tuyo.¡Es la voluntad de Coquena! Y desapareció

    En la cueva encontró a su cabra y junto a ella una bola con monedas de oro y de plata. Ya casi amanecía cuando emprendió el regreso a las casas con sus cinco cabras. La lluvia había cesado. Cada tanto se daba vuelta y allá le parecía, a lo lejos, a la luz de los primeros rayos de sol, ver los lomos dorados de las llamas de Coquena.-


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