Leto, hija de los Titanes Ceo y Febe, tuvo con Zeus gemelos: Ártemis y Apolo. Ártemis, como diosa virgen, protegía encarnizadamente su castidad y las de sus compañeras. Era diosa de la caza y correteaba por los bosques con sus sirvientas. Aunque mataba animales, era también la protectora divina de los seres jóvenes y protegía a las parturientas como diosa del parto pero también enviaba la muerte y la enfermedad a las mujeres. Al llegar la pubertad, las muchachas atenienses nobles se sometían a los ritos de iniciación artémicos en Brauron, a pocos Kilómetros de Atenas, donde las llamaban osas, pues este animal era un símbolo de la diosa. Como Atenea, Ártemis era virgen, y si la veían los mortales o alguien impedía que preservase su castidad se cobraba una terrible venganza.

Ártemis nació en Ortigia, pero Leto se vio obligada a viajar por el mundo en busca de un lugar para dar a luz a Apolo. Celosa, Hera impidió a su hija Ilitía, diosa de los partos, que oyese los lamentos de Leto, y sólo le permitió asistir al nacimiento cuando los habitantes de Delos, una isla del Egeo, accedieron a que Apolo viniera al mundo en su suelo.

 

1)      ACTEÓN

 

Había un monte teñido por la matanza de diferentes animales y ya el día en su mitad había amenguado las sombras de las cosas y el sol distaba por igual de una y otra meta, cuando el joven cazador Acteón, nieto de Cadmo e hijo de Autónoe, con suaves palabras se dirigió a sus compañeros de fatigas que vagaban por apartados lugares salvajes:

-  Las redes y el hierro, compañeros, están empapados de sangre de fieras y el día ha tenido suficiente fortuna. Cuando vuelva el día repetiremos el trabajo emprendido. Ahora detened el trabajo y quitad las redes.

Había un valle repleto de resinosos pinos y de puntiagudos cipreses, de nombre Gargafia, consagrado a Ártemis la del vestido recogido, cuyo extremo más apartado había una cueva. En la parte derecha resonaba una fuente cristalina con poco agua, rodeada de un herboso borde: aquí la diosa de los bosques, agotada de la caza, solía sumergir su cuerpo en el líquido transparente. Una vez que llegó allí, entregó a una de las ninfas, la jabalina, la aljaba y el arco; otra ofreció sus brazos al manto del que se había despojado; dos quitaban las sandalias de sus pies. Mientras la diosa se bañaba en las aguas en las que acostumbraba, Acteón, abandonada su faena, errando por la desconocida arboleda con pasos inseguros llegó al bosque sagrado. Tan pronto como penetró éste en la cueva humedecida por los manantiales, las ninfas, tal como estaban desnudas, gritaron al ver al hombre y, colocándose en torno a Ártemis, la ocultaron con sus cuerpos; pero la diosa era más alta que ellas y sobresalía por encima de todas con su cuello. Ártemis, al ser contemplada sin vestidura, como no tenía a mano sus flechas, salpicó el rostro del hombre con el agua sagrado mientras le decía estas palabras:

-  Ahora te está permitido contar, si eres capaz de contarlo, que me has visto sin ropaje.

Y, sin emitir más amenazas, le da a su cabeza rociada unos cuernos de ciervo, le alarga el cuello, le pone en punta las orejas y cambia sus manos por pies y sus brazos pro largas patas y oculta su cuerpo con una piel moteada. También le añadió el temor, y el hijo de Autónoe huyó tan rápido como pudo. ¿Qué podía hacer? ¿Volver a casa y al palacio real u ocultarse en el bosque? El temor y la vergüenza le impidieron esto. Mientras vacilaba, lo vieron sus perros: en primer lugar Melampo e Icnóbates, de fino olfato, dieron la señal con su ladrido. Después se precipitaron otros más velozmente que la rápida brisa, Pánfago, Dorceo y Oríbaso, y el valiente Nebrófono y el fiero Terón junto con Lélape y Ptérelas eficaz por sus patas, y Agre por su olfato y el impetuoso Hileo, herido poco antes por un jabalí, y Nape, engendrada por un lobo, y Peménide, que perseguía a los rebaños, y Harpía, y otros que sería largo de enumerar. Toda esta jauría le perseguía con el deseo de botín. Él huía por lugares a través de los cuales había sido perseguidor. Quería gritar: “¡Yo soy Acteón, reconoced a vuestro dueño!”. Las palabras faltaban a su deseo: el aire resonaba con los ladridos. Melanquetes le produjo las primeras heridas en el lomo, las siguientes Terodamante. Él gemía y tenía un sonido que, aunque no era de hombre, no obstante no podría emitirlo un ciervo y llenaba el bosque con sus tristes quejas. Sus compañeros, sin saberlo, instigaban a los perros con sus acostumbradas voces, y buscaban con sus ojos a Acteón como si estuviese ausente, y lamentaban que no estuviera. Finalmente, los perros le acorralaron por todas partes y, con los hocicos hundidos en su cuerpo, despedazaron a su dueño bajo la falsa apariencia de ciervo, y se dice que la cólera de Ártemis, portadora de la aljaba, no se sació sino con el fin de una vida a consecuencia de las abundantes heridas.

2)                   CALISTO

 

Poco después del desastre provocado por Faetón, Zeus recorrió las enormes murallas del cielo e inspeccionó que nada se derrumbara por la violencia del fuego. Mientras iba y volvía apresurado, se quedó prendado de una doncella de Nonacris, servidora de la diosa Ártemis. El sol bien alto ocupaba un espacio más allá del mediodía, cuando aquélla penetró en un bosque: aquí quitó de su hombro la aljaba, destensó el arco flexible y estaba tumbada en el suelo cubierto de hierba. Cuando Zeus la vio cansada y libre de guardián, dijo:

-  Ciertamente, mi mujer ignorará esta correría, o, si llega a saberlo -¡sus riñas son, oh, son de tanto peso!

Enseguida adoptó el aspecto y el ropaje de Ártemis y dijo:

-  Oh, doncella, miembro destacado de mi cortejo, ¿en qué colinas has cazado?

La muchacha se levantó del césped y dijo:

-  Salve, diosa, mayor que Zeus a mi juicio, aunque él mismo me escuche.

Zeus se rió y escuchó y se alegró de ser preferido a sí mismo. Cuando intentaba contar en qué bosque había cazado, él se lo impidió con un abrazo y se descubrió no sin culpa. Ella, por el contrario, peleó y forcejeó. Pero, ¿a quién podía vencer una muchacha, o quién podía vencer a Zeus? Él se dirigió vencedor al elevado cielo: para ella fueron motivo de odio el bosque y la cómplice arboleda; al regresar de allí, se olvidó casi de agarrar la aljaba, las flechas y el arco que había colgado.

He aquí que, entrando Ártemis acompañada de su séquito por el alto Ménalo y orgullosa por la matanza de las fieras, dirigió a ella su mirada y una vez vista, la llamó: ella huyó al oír su nombre y en principio temió que Zeus estuviera en ella; pero después de haber visto que las ninfas caminaban a su lado, se dio cuenta de que el engaño estaba lejos y se añadió al número de éstas. Pero apenas levantaba los ojos del suelo y no se pegaba al costado de la diosa como solía hacer, sino que callaba y con su rubor daba señale de su honra herida. Un día, Ártemis encontró un fresco bosque del que bajaba un río. Después de alabar el paraje, tocó con su pie la superficie del agua y, alabándola también dijo:

-  Está lejos cualquier testigo; bañemos nuestros cuerpos desnudos introduciéndolos en la líquida corriente.

Calisto enrojeció; todas se quitaron la ropa, pero ella vacilaba. Entonces, sus compañeras le quitaron la ropa y quedó al descubierto su delito. Cuando aturdida pretendía ocultar con sus manos el vientre, Ártemis le dijo:

-  ¡Vete lejos de aquí y no mancilles estas sagradas fuentes!

Y le ordenó apartarse de su cortejo.

Hera había sabido esto ya hacía tiempo y había aplazado el cruel castigo para el momento oportuno. Cuando nació Arcas, fruto de la violación, la diosa, encolerizada, se dijo:

-  ¡Claro, también te faltaba esto, adúltera, ser fecunda y que con tu parto se hiciese evidente el ultraje y atestiguara la deshonra de mi Zeus! No lo llevarás sin castigo, pues te quitaré esa figura con la que, insolente, te gustas a ti y con la que gustas a mi marido.

Entonces, poniéndose frente a ella, la agarró de los cabellos de la frente y la tendió en tierra boca abajo: los brazos empezaron a erizarse de negras cerdas y a curvarse sus manos y a hacer el papel de patas. Y la boca se deformó en grandes fauces. De este modo, la hermosa ninfa quedó convertida en osa.

Con casi quince años, Arcas, que nada sabe de su madre, se dedicaba a la caza, y mientras perseguía a las fieras encontró a su madre. Ella se detuvo al ver a Arcas y pareció conocerlo, pero él escapó y sintió miedo de la que tenía los ojos constantemente fijos en él y había estado a punto de herir con un dardo homicida el pecho de la que se alegraba de acercarse más. Zeus lo impidió y a la vez quitó de en medio a ellos mismos y el crimen y a los que juntos arrebató un viento a través del vacío, los colocó en el cielo y los hizo constelaciones cercanas: Calisto quedó convertida en la Osa Mayor, y Arcas, en la constelación del Boyero, cuya estrella más resplandeciente es Arturo (“el guardián de la osa”), ambas en el Polo Norte.

 

3)      NÍOBE

 

Níobe, esposa de Anfión, rey de Tebas, era hija de Tántalo y nieta del Titán Atlas. Tuvo siete hijos y siete hijas y se jactaba de ser mucho más afortunada que Leto, madre de Ártemis y Apolo, que sólo tenía dos hijos, con estas palabras:

-  En cualquier parte de la casa adonde dirijo mis ojos se contemplan inmensas riquezas. Se añade a esto mi porte digno de una diosa. Suma aquí siete hijas y otros tantos jóvenes y pronto yernos y nueras. Leto se convirtió en madre de dos; ésta es la séptima parte de mis partos. Soy feliz y feliz seguiré: la abundancia me ha proporcionado seguridad.

La diosa se indignó y desde lo más alto del Cinto habló en tales términos con su prole gemela:

-  He aquí que de mí, vuestra madre, orgullosa de haberos dado vida y que no he de considerarme inferior a ninguna diosa salvo Hera, se pone en duda si soy diosa y me veo alejada de los altares honrados a lo largo de todos los siglos si vosotros, hijos míos, no me socorréis.

Ártemis respondió:

-  Un largo lamento es dilación para el castigo.

Había un campo llano y muy extenso cerca de las murallas lleno de caballos. Allí una parte de los siete hijos de Anfión subían a los vigorosos animales y los gobernaban con riendas pesadas por el oro. De entre éstos, Ismeno grita “¡ay de mí!”, a la vez que lleva un dardo clavado en medio del pecho y, soltando las riendas, cae muerto. Al instante, Sípilo soltaba las riendas alcanzado por un dardo que no puede ser evitado y una flecha se clavó vibrando en lo alto de su cabeza. El desgraciado Fédimo y Tántalo, tras haber acabado el trabajo de cada día, habían pasado a la ociosa actividad de los caballos. Impulsada por una tensa cuerda, tal como estaban unidos, atravesó a ambos una flecha. Gimieron a la vez, y a la vez exhalaron el último aliento. Los contempla Alfénor y, golpeando su pecho, vuela para  levantar con sus abrazos los helados miembros, y muere en el piadoso menester; pues Apolo le quebró lo más profundo de sus entrañas con su hierro portador de muerte. A Damasicton no le afectó una sola herida: había sido dañado en la pierna y, mientras intenta arrancar con su mano el mortífero dardo, otra flecha entró por el cuello. El último, Ilioneo, había alzado sus brazos para suplicar, pero su corazón fue atravesado por una flecha.

La noticia de la desgracia hicieron sabedora del desastre a la madre. Níobe se encolerizó y aún fue capaz de desafiar a la diosa con estas palabras:

-  ¡Aliméntate, cruel Leto, con mi dolor, y sacia tu pecho con mi luto! ¡Regocíjate y triunfa, enemiga victoriosa! Pero, ¿Por qué victoriosa? A mí en mi desgracia me quedan más que a ti en tu felicidad.

Dicho esto, resonó la cuerda de un tensado arco, que aterrorizó a todos menos a Níobe. Las muchachas se hallaban de pie con negros vestidos ante las piras de sus hermanos. Una de ellas, mientras arrancaba una flecha, se desmayó moribunda con su cara apoyada sobre su hermano; otra, al intentar consolar a su desgraciada madre, se calló de repente y se dobló a consecuencia de una herida. Una, mientras huye en vano, se desploma; otra muere sobre su hermana; así, Ártemis fue matando una a una a las jóvenes y sólo quedaba la más pequeña. Al verla, Níobe gritó suplicante:

-  ¡Déjame al menos una, la más pequeña!.

Pero mientras suplicaba, la muchacha murió. Se quedó sin descendencia y sin marido, ya que Anfión se suicidó ante el desastre. Por sus males, Níobe se quedó rígida: la brisa no movía ninguno de sus cabellos, en su rostro había un color sin sangre, sus ojos estaban inmóviles en sus tristes mejillas. También en el interior la propia lengua se heló junto con el paladar y las venas dejan de poder moverse. Así, la osada mujer quedó convertida en piedra por el dolor.

 

 


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