1) ÉPAFO Y FAETÓN
Épafo
era hijo de Zeus e Ío, y Faetón, de Helios, el sol. Los dos eran de la misma
edad. El hijo de Ío no soportaba el orgullo con que Faetón hablaba de su padre
y le dijo:
-
Loco, crees a tu madre todas las cosas y te pavoneas de la figura de un
falso padre.
Faetón
se ruborizó y con la vergüenza
reprimió la cólera y llevó junto a su madre Clímene, los insultos de Épafo,
quien le dijo:
-
Por esta luz que brilla con sus rayos incandescentes, hijo, que nos oye y
nos ve, te juro que fuiste engendrado por este Sol que contemplas. Si mis
palabras son un invento, que él mismo me impida contemplarlo y que esta luz sea
la última para mis ojos. Si el deseo te empuja, vete y entérate por él.
Después
de tales palabras de su madre, Faetón salta de alegría y se dirige raudo a la
casa de su padre. El palacio se alzaba sobre altas columnas, refulgía con
centelleante oro y piropo que parece fuego. Tan pronto como llegó y entró en
el palacio, dirigió sus pasos hacia el rostro de su padre y se detuvo alejado,
pues no podía soportar la luz más de cerca: cubierto por un vestido de púrpura
estaba sentado Helios en un trono que irradiaba luz por el brillo de las
esmeraldas. A derecha e izquierda estaban de pie el Día y el Mes y el Año y
los Siglos y también las Horas dispuestas en espacios iguales, y ala joven
Primavera, ceñida con una corona de flores. El Verano estaba desnudo y llevaba
una guirnalda de espigas, el Otoño, sucio de uvas pisadas, y el frío Invierno con los blancos cabellos erizados. Desde su lugar, el Sol vio
al joven aterrado por la novedad de la situación y le preguntó:
-
¿Cuál es para ti la causa del viaje? ¿Qué buscas de esta fortaleza,
Faetón, descendencia que no ha de ser desmentida por un padre?
Él
contesta:
-
Oh luz común del mundo sin límites, padre, si me permites utilizar este
nombre, concédeme garantías mediante las cuales pueda ser considerado auténtica
descendencia tuya y aleja de mi ánimo esta zozobra.
El
padre se despojó de los rayos que centelleaban alrededor de su cabeza y le
ordenó que se acercara más y, tras haberle dado un abrazo, le dice:
-
Tú no mereces que se niegue que eres hijo mío, y para que no dudes,
pide el regalo que quieras. Que sea testigo de mi promesa la laguna Estigia, por
la que los dioses deben jurar.
Apenas
había acabado de hablar, Faetón pide por un día el carro paterno y el dominio
y el gobierno de los caballos de alados pies. El padre se arrepiente de haber
jurado e intenta disuadirlo, pero el joven le pide que cumpla su promesa.
Entonces, Helios dice:
-
Si puedes, obedece al menos estos consejos de tu padre. Usa con más
fuerza las riendas. Los caballos corren por propia iniciativa: el esfuerzo
consiste en reprimir su deseo. Hay un sendero cortado en oblicuo con una amplia
curva y que huye del polo austral y de la Osa que está unida a los aquilones.
Que por aquí vaya tu itinerario. Y para que la tierra y el cielo soporten la
misma intensidad del calor, ni hagas bajar ni muevas por el éter el carro elevándolo.
Yendo muy alto abrasarás el Olimpo, muy bajo, la Tierra.
Faetón
ocupa el carro del Sol y se alegra la tomar con sus manos las ligeras riendas.
Entretanto, los alados caballos Pírois, Eoo, Eton y Flegonte llenan los aires
con sus relinchos de fuego. Ellos tomaron el camino, pero el peso era ligero y
no el que podrían reconocer del Sol, y el yugo carecía de la acostumbrada
pesadez. Los cuatro caballos se precipitan nada más advertir esto y abandonan
el espacio trillado y no corren en la misma dirección que antes. Él mismo
siente pánico y no sabe ni a dónde puede dirigir las riendas. Cuando Faetón
contempló desde loo alto del éter la tierra que se extendía abajo, palideció
y sus rodillas temblaron por el repentino miedo. Mucho cielo ha dejado a su
espalda, y ante sus ojos hay más. No sabiendo qué hacer, se queda atónito y
ni suelta las riendas, ni es capaz de mantenerlas sujetas, ni conoce los nombres
de los caballos. Hay un lugar donde el Escorpión encorva sus brazos en un doble
arco y, con la cola y las patas doblados por ambas partes, alarga en el espacio
los miembros. Cuando el muchacho vio a éste impregnado por el sudor de su negro
veneno mientras amenaza heridas con su curvado aguijón, fuera de sí, con
helado terror soltó las riendas. Entonces, los caballos, sin que nadie los
reprima, van a través de los aires de una desconocida región y, por donde los
lleva su empuje, por allí se precipitan sin freno y en el alto éter corren
contra las estrellas fijas y arrastran el carro a través de lugares
inaccesibles y se dirigen a lo alto y a los lugares muy próximos a la tierra, y
Selene se admira de que los caballos de su hermano corran por debajo de los
suyos, y las calcinadas nubes se convierten en humo. Se inflama la tierra por más
alta que esté, y, privada de líquidos, se cuartea y se seca. Los pastos
blanquean y el árbol se abrasa junto con sus hojas. Las grandes ciudades
perecen con sus murallas y los incendios convierten en ceniza todos los pueblos
junto con sus pobladores; arden los bosques con los montes, arde el Atos y el
cilicio Tauro y el Tmolo y el Eta y el Ida. Arde el Etna con sus fuegos
desmesuradamente repetidos y el Parnaso de dos
cumbres y el Érix y el Olimpo y los aéreos Alpes y el Apenino productor
de nubes.
Faetón
contempla el mundo incendiado por todas partes y se da cuenta de que su carro
está en llamas y ya no puede aguantar las cenizas. Se cree que los pueblos de
Etiopía adquirieron el color negro a consecuencia de este desastre. Entonces se
volvió Libia árida por el calor. El suelo en su totalidad se hace añicos y la
luz penetra por las hendiduras hasta el Tártaro y aterra al rey del Infierno y
a su esposa. Incluso se cuenta que el mismo Nereo y Doris y sus hijas se
ocultaron en tibias cuevas. Gea, tal como estaba rodeada de mar, levantó reseca
su rostro oprimido hasta el cuello, colocó la mano en la frente y, agitando
todo con un gran temblor, se bajó un poco y se colocó más debajo de lo que
suele estar y con excelsa voz habló de esta manera:
-
Si esto te place y lo he merecido, oh soberano de los dioses, ¿por qué
tardan tus rayos? Que se conceda a la que va a perecer por la fuerza del fuego
morir por tu fuego y mitigar la desgracia al ser tú el responsable. Contempla
mis abrasados cabellos. ¿Acaso me proporcionas estos beneficios, este premio a
la fertilidad y a los servicios, por soportar las heridas del arado? Si perecen
los mares, si las tierras, si los palacios del cielo, nos confundimos en el
antiguo caos. ¡Arranca de las llamas lo que todavía queda y vela por la
perfección de la naturaleza!
Zeus,
poniendo por testigos a los dioses y a Helios de que, si no proporciona ayuda,
todas las cosas habrían de morir por un cruel destino, asciende a lo alto de la
fortaleza, desde donde suele enviar nubes a las amplias tierras, desde donde
mueve los truenos y arroja los temblorosos rayos; pero ni tenía entonces nubes
que pudiera enviar sobre las tierras ni lluvias que hacer caer del cielo. Truena
y lanza un dardo contra Faetón y a la vez lo arranca de la vida y de las
ruedas. Se espantan los caballos y, tras dar
un salto en sentido contrario, abandonan sus manos las riendas. Faetón
cae girando hacia el abismo y es llevado en un largo recorrido a través de los
aires, cayendo en el río Ródano. Las Náyades de Hesperia dan sepultura al
cuerpo y graban también la piedra con este poema:
Aquí está enterrado Faetón del carro de su padre auriga
Aunque no lo dominó al menos murió por su gran osadía.
El
padre, digno de compasión, había escondido su rostro recubierto de dolor y
enfermedad. Y cuentan que pasó un día sin sol; los incendios ofrecían la luz
y algún provecho hubo en aquella desgracia.
En
cuanto a Clímene, después de que dijo las cosas que deben decirse en una
desgracia de tal calibre, enlutada y fuera de sí y desgarrando su pecho,
recorrió todo el mundo y, buscando el cuerpo sin vida, lo encontró en una
ribera extranjera. Se posó en el lugar y regó con sus lágrimas el nombre leído
en el mármol.
Helios,
al llanto añade la cólera y niega al mundo sus servicios. Dice:
-
Desde el principio de los tiempos mi cometido no ha tenido suficiente
descanso. Que otro conduzca los carros que llevan la luz.
Mientras decía estas palabras, los demás dioses le
ruegan que no quiera cubrir el mundo con tinieblas. Incluso Zeus se disculpa por
los rayos enviados. Helios recoge los caballos enloquecidos y todavía
aterrorizados, y, dolido, se muestra cruel con el látigo y les reprocha y les
culpa de lo de su hijo.