Las
actas del juicio
Ricardo
Piglia
En
la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto
de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo
criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto
secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a
tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el
que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere
preguntado, lo fue al tenor siguiente:
-
Lo
que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero
contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo
que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo
que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace
para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque
para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman
este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo
hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros,
que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A
nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a
todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo,
y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con
la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le
achicaba los ojos.
En
aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber
escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra
abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda
chiquita, como si uno los corriera con la parada.
En
ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una
fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía
dele agrandarse. hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás
las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o
porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que
dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no
hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de
hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y
precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo
Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse
nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un
caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo
puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo
y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno
de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo
quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque
nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra
que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre
la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda
tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace
mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos
daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al
Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los
sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco,
esperando.
Por
eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No
conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo
orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van
de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue
cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó
en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como
para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía
adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro
que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en
crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan
claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no
se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba
lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el
agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y
mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos
todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de
una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua
empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar
llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de
tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las
patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía
más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque
nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de
entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el
barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que
manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron
del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos
abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a
aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.
-
¿Quién
dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice
y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le
cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él,
de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que
lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar.
Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al
galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los
festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no
porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos
amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con
nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que
tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos
con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un
desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho
jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida
aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos
parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le
preguntó el General:
-
¿De
dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.
-
Es
mucha mujer para vos se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.
El
Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted
dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si
tenía algo que decir.
-
¿Tiene
algo que decir, Chávez? y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya
no había música. nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya
acostumbrada a mandar.
Cuentan
que el Payo le contestó casi en voz baja:
-
Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.
-
¿Usted
cree, Chávez? y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin
ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
-
Se
metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No
se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado
o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General
salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
-
No,
señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y
daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y
lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos
entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían
contar aquí ni los hijos, ni las leguas.
-
Seguro
que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más
y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente
que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo,
especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó
boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.
-
Está
vendido a Mitre cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir
del boliche y el otro le decía: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda
con los ojos agrandados por la falta de coraje.
Cuando
lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a
decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos
dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz,
y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era
de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras
se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro
entre los ojos.
Cuando
se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están
los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para
cambiar porque le falta el caballo.
-
En
el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas
cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las
viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos
hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los
lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y
nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de
a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos
sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol,
en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que
si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al
suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno
pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.
Pasamos
la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos
y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en
una fila despareja que bordeaba la laguna.
-
No,
señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón,
que fue como si. buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar,
medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un
apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de
quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez
de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:
-
Con
respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?
Y
él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que
por la pregunta.
Ninguno
de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón,
hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que
veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños
pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.
Él
galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que
le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de
escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había
dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.
De
esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan
juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo
que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que
hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenia asombrados. Que nos
mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí,
sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla
aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos
de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños.
Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso
se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían
del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y
no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar,
pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana
se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el
medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas,
hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del
que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al
otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo
en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado
a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que
vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles
qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella
vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a
florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás,
para que aprendieran.
Como
si no fueran los mismos.
-
Fue
por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en
los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el
aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como
andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y
ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera
pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera
Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto
desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los
esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más,
y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como
despedirse.
Soplaba
un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la
lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en
la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la
lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces
alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no
sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino
esa voz suya tan quieta.
-
¿Qué
pasa acá? dijo.
-
Pasa
que nos volvemos, mi general.
-
¿Y
quién carajo ordenó que se vuelvan?
Se
escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río
y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver.
Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y
apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que
aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar
solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y
entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve
cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos
dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que
entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el
río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía
de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con
el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra,
tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los
gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo
y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.
Esa
fue la vez que lo hicimos.
Lo
demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron
a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor
mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que
enterarse.
Por
las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver
pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También
por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero
hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría
hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no
sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso
parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.
Yo
me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López
Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?",
me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes
que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro
quebrado.
Me
acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se
refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando
entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del
pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos
esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos,
como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa
tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo
parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al
aire, hasta que lo tumbamos.
Cuando
Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró
encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único
que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija,
que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los
claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por
las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo
más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto
poner y sacar la bandera.
Y
estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde
acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:
Perdone, mi general le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.